miércoles, marzo 25, 2009

"Érase una vez", de Margaret Atwood

Érase una vez,
de Margaret Atwood
Ed. Lumen, 2008
148 páginas.
Érase una vez recoge seis relatos y dos composiciones de difícil clasificación (¿parodias?), la que da título al libro y A favor de las mujeres tontas. Respecto a los seis que constituyen el núcleo del libro, cabe resaltar algunas características comunes:
1. El punto de vista: relatos de mujer en primera persona a partir de sus experiencias y observaciones, y de alguna manera analizan la condición femenina.
2. La temática: relaciones de pareja con los hombres cuando el amor se está acabando y, en consecuencia, los sentimientos, las actitudes y conductas, y la comunicación entre ellos, ya sea falta de la misma o mala comunicación (equívocos). El fingimiento entre ellos para que la convivencia sea soportable.
3. El escenario: la sociedad canadiense de clase media, en ocasiones el mundo de los intelectuales, profesores o escritores.
4. El lenguaje directo y preciso, alejado de las florituras, de frases cortas, con predominio de acción sobre reflexión (que la deja para el lector).
5. El desaliento, la resignación instalada entre las parejas protagonistas, el fracaso no explicitado de las relaciones sentimentales, la infelicidad de la rutina y, frente a ello, la persistencia de la relación ante el miedo a la soledad de las sociedades urbanas modernas. Un realismo nada mágico, pesimista y desesperanzador.
6. La ausencia del punto de vista masculino.
7. La concepción comprometida de la literatura: la raíz crítica de los relatos sobre aspectos controvertidos de la sociedad.

En general, la lectura de este libro “no me ha hecho pasar un buen rato”, pero sí ha conseguido removerme por dentro, generar inquietud porque son unos cuentos que muestran la frustración personal de la forma occidental que toma la socialización. Las parejas protagonistas son cultas e infelices de forma consciente, empeñadas en seguir de esa manera hasta el fin de sus días, incapaces de resolver un problema de desamor. Son historias bastante deprimentes.

Por ejemplo, en el relato titulado La tumba del famoso poeta, nos muestra a una pareja civilizada en pleno proceso de deterioro. Lo hace a través de frases que no llegan a formularse en voz alta de enorme intensidad expresiva.
“Siempre que algo le produce admiración quiere poseerlo”.
“Yacemos hombro con hombro, sufriendo ambos de un amor no correspondido”.
“Toca sexo, anoche se lo saltó”. “Nos amamos, pero no nos amamos bien”.
“Quiero que termine esta larga y abrasiva competencia por conseguir el papel de víctima”.
“Ya hemos tenido nuestra discusión”.
“No estamos más condenados que cualquier otra cosa muerta”.
Prosa contundente, cerebral, fría, un disparo a quemarropa a la mente del lector.

El primero y último texto –Érase una vez y A favor de las mujeres tontas-son una parodia satírica sobre el sinsentido al que puede llevarnos el uso del lenguaje políticamente correcto (hoy no se podrían publicar cuentos como La Bella Durmiente, Blancanieves o Caperucita roja. Ni siquiera Peter Pan o El gato con botas), y lo que debe la literatura a las mujeres tontas, ya que sin ellas, no existirían muchas de las mejores historias de ficción.
Margaret Atwood no es una escritora complaciente. Nos dice, esto es lo que hay, así somos, éste es el mundo que hemos hecho y en el que nos hemos de mover, el final feliz no existe, o nos hemos encargado de que no exista.
Su literatura tiene que ver con el hecho de ser mujer, además de escritora, tanto a la hora de ponerse a escribir, como a la de escoger la naturaleza de sus personajes: se revela ante los críticos que no consideran inverosímil la incoherencia en un personaje femenino, sino un defecto de la naturaleza de las mujeres, al igual que niega esa creencia de que la mujer que aspira a ser buena en algo debe sacrificar parte de su feminidad.
Huye de los estereotipos: un personaje femenino puede rebelarse contra las convenciones sociales sin necesidad de arrojarse al tren como Anna Karenina o suicidarse con cianuro como Madame Bovary y provocarse una larguísima y terrible muerte. La literatuta de Margaret Atwood es radicalmente libre y poco convencional.
En este sentido, la lectura de La maldición de Eva, una recopilación de conferencias de la autora en las que aborda la problemática en la construcción de personajes masculinos y femeninos, y sobre todo, el rol de la mujer como escritora, lectora y protagonista de novelas, es muy clarificadora.
He leído recientemente otra novela de ella: Penélope y las doce criadas, en la que reconstruye el mito de Penélope, la sumisa, leal y abnegada esposa de Odiseo, y revisa el texto clásico con un nuevo enfoque derivado de la decisión de darle voz a Penélope, a las criadas que mató Odiseo a su regreso del largo viaje, a Helena de Troya y otras mujeres pasivas hasta entonces en la historia original, consiguiendo un nuevo enfoque lleno de ironía, una visión crítica de cuestiones de la sociedad de la época persistentes en el tiempo. Una revisión de la mitología griega llena de actualidad.
En Érase una vez, en lugar de ironía predomina un sarcasmo negativo, inteligente y certero que te amarga el día.
María García-Lliberós

"El corazón helado", de Almudena Grandes

El corazón helado,
de Almudena Grandes.
Círculo de Lectores, 2007 (Tusquets).
979 páginas.

Novela monumental, por su extensión y complejidad temática, por las técnicas narrativas empleadas, por el número de personajes y la hondura en el tratamiento de cada uno de ellos. Sería simplificar el argumento si lo resumiéramos en la dramática historia, plural, de dos ramas familiares, entrecruzadas y enfrentadas por la guerra civil y las consecuencias en los hijos y nietos de esas generaciones.
Almudena Grandes aplica su capacidad para contar historias y transmitir sentimientos a experiencias que acaecieron durante la guerra y la posguerra. Algunas páginas contagian emoción, consigue que el lector participe del dolor de los personajes a causa de la pérdida, de la injusticia o la traición. Es lo más valioso del libro, algo por lo que, sin duda, hace que su lectura resulte recomendable.
Destacaría los siguientes aspectos:
1. La estructura, la marca dos líneas narrativas que van intercalándose:
- la voz en primer persona de Álvaro Carrión Otero que cuenta la muerte de su padre Julio Carrión González en 2005 y, a partir de este suceso, el conocimiento y enamoramiento de Raquel Fernández Perea, prima segunda de una rama de la familia republicana exiliada. Es un relato subjetivo, parcial, impregnado del impacto que le van produciendo el descubrimiento de hechos ignorados hasta entonces desde su posición de pertenecer a una familia de las que ganaron la Guerra Civil y supieron aprovecharlo.
- la voz omnisciente, en tercera persona, que va dando cuenta del pasado de los personajes durante el período de 1936 a 1956. Podría entenderse objetiva, y es cierto que atiende a las consideraciones de ambos bandos, con una inclinación republicana, porque la novela elige ahondar en el sufrimiento de aquellos que se fueron y lo perdieron todo o se lo arrebataron.
- el uso de los retrocesos en el tiempo mientras avanza la relación entre Álvaro y Raquel, la dosificación de la intriga, está muy bien para mantener la tensión de la lectura y, desde luego, mantenerla durante casi mil páginas no es nada fácil y Almudena Grandes lo consigue.
2. El corazón helado es una novela de novelas. La autora desmenuza y se demora en la biografía de cada uno de sus personajes. Es la novela de Julio Carrión González, y la de Ignacio Fernández Muñoz, el Abogado, la de Teresa González, maestra republicana que morirá en la cárcel, y su marido Benigno Carrión. Es la de Paloma Fernández Muñoz, viuda del prestigioso Carlos, denunciado por su prima, y la de Anita, abuela de Raquel, y la de Angélica, madre de Álvaro. Cada una de estas historias funciona por sí sola y podría constituir una novela. La suma de ellas es lo que conforma el escenario en el que el lector sitúa al protagonista principal, Julio Carrión González, un hombre con múltiples caras que entra y sale de la vida de los demás siempre sacando partido.
3. Una novela realista inspirada en hechos reales.
4. De enorme interés los capítulos relativos a la División Azul, las penalidades pasadas, el retiro vergonzoso desde el frente alemán y la actitud de Julio Carrión que, con la vista puesta en el inmediato futuro, conservó las pruebas de su pertenencia.
Igual que el recibimiento por parte de Francia de los exiliados republicanos, considerados indeseables asesinos de curas y monjas e incendiarios de conventos, retenidos en campos de trabajo o como fuerza de choque contra los nazis en la guerra mundial, y nunca reconocidos por ello.
Desprenden fuerza épica, ternura (“Anita es una manzanita”), ansiedad, nostalgia, adquieren tintes de homenaje. Son vibrantes y alcanzan el corazón del lector. Al igual que las que se refieren a la vida de los exiliados españoles en Toulouse y en Paris.
5. Acertada la percepción de España de los hijos de exiliados, que son franceses pero españoles, o que no son de ningún sitio, que están hartos de las lamentaciones y batallitas de sus padres, que no han vivido la Guerra Civil y observan España, en la década de los sesenta, como destino turístico donde las cosas no están tan mal como las pintan.
Al igual que el testimonio de Casilda, una viuda roja que no se exilió, incomprendida por el hijo y por su marido actual y con mucho rencor hacia el régimen.
6. Los personajes, en general, están trabajados, bien definidos y bien urdida la conexión entre ellos. El de Julio Carrión González (hijo de un pastor de ovejas y una maestra republicana que levantó un imperio inmobiliario), con toda su multiplicidad -padre cariñoso, putero, frío y calculador- está espléndido. El de Ignacio Fernández -en las antípodas, el hombre justo, leal, legalista, solidario y demasiado bueno- también.
Me ha gustado especialmente Eugenio Sánchez Delgado, el único personaje decente entre los de la derecha franquista, el dogmático puro, enemigo del abuso, con sentido de la justicia, respeto al adversario y piedad, el falangista honesto que no se presta a legitimar los robos camuflados como incautaciones, ni da el visto bueno a la corrupción instalada en la Administración. El idealista de derechas que, por otra parte, sirve para compensar un relato escorado hacia la izquierda republicana.
Igualmente, el personaje de Angélica Otero joven, de casada y viuda. Es lista, osada, sabe lo que quiere y cómo conseguirlo. Pero falta explicar las relaciones con Mariana, su madre. Aquí observo una laguna argumental notable en una historia tan larga y con tantos detalles sobre otros personajes menos importantes.
Y, precisamente, el personaje que desde mi punto de vista falla es el de Raquel Fernández Perea. Casa mal la frialdad de la Raquel vengativa y negociadora con la Raquel débil, entregada casi en el primer encuentro con Álvaro. Además, no está justificado el invento, demasiado retorcido y alambicado, de ser amante de Julio Carrión y más absurda resulta la necesidad de crear ese ambiente de velitas, colección de cintas porno, viagra y consolador de color morado en el ático de Jorge Juan (mostrarle la escritura del ático hubiera tenido el mismo efecto).
Y, aunque el final con el encuentro entre Álvaro y su madre es soberbio, su empeño por dar cuenta a sus hermanos lo que hizo su padre, con ninguna finalidad (¿es que pensaba proponer compensar entre todos a la familia de Raquel, o renunciar a su parte de la herencia?), carece de sentido, a pesar de la excelente puesta en escena literaria.
La novela es demasiado larga. Repite, machaconamente, algunas apostillas (las caderas de Raquel más anchas de lo que parecía exigir la estrechez de su cintura, el todo es la suma de las partes cuando no se interrelacionan, el mundo gira debajo de la cama de Raquel, las mujeres, en su mayoría, son guapas, rotundas, pisan fuerte con tacones por la calle, las piernas más bonitas de Madrid, etc. etc.).
Lo que no quita para afirmar la excelencia de esta lectura necesaria por las luces que proyecta sobre aspectos desconocidos de nuestra historia que nos afectan a todos.
Esta novela, junto con Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez (Anagrama) y La voz dormida, de Dulce Chacón (Círculo de Lectores y Santillana), tiene el mérito de haber revolucionado el tratamiento de esta parte de la historia de España en la literatura. Una forma, sin duda, de contribuir a la recuperación de la memoria histórica y de hacer justicia.
María García-Lliberós